Vivimos en la cultura de lo efímero y el imperio de la inmediatez. La narración se ha perdido. Se ha perdido el arte de contar historias porque lo que se lleva es vivir experiencias y la forma de contarlas se hace con pequeñas notas de información: un meme, una foto, un titular.
    En cambio, la forma de transmitir la fe se basa en la transmisión de historias que muestran la presencia y la cercanía de Dios en nuestro mundo y en nuestras vidas.
    La iglesia siempre ha considerado la narración de historias como un medio de evangelización. Esto se debe a que brinda la oportunidad de compartir experiencias, sentimientos y valores, así como de transmitir conocimientos a través de una forma narrativa. Es una forma de compartir nuestra fe a través en términos concretos, mostrando cómo Dios está presente en nuestras vidas.
    El amor y la amistad es narración, no cúmulo de experiencias. Si el ser cristiano se basa en el encuentro personal con Jesús de Nazaret, eso requiere educarnos en la construcción de esa relación, de esa historia.
    Otro problema de la pérdida de la narrativa es que perdemos la capacidad de contar historias y de leer tranquilamente. Pasando más de dos horas al día con el móvil ya no se saborea la vida como antes. De ese modo ya no podremos descubrir lo que nos sucede y las notas de Dios en nuestra vida. Si es así, entonces ¿qué llevar a la oración? Corremos el riesgo de que pueda volverse vacía.
    Pero no es solo la propia vida, también la colectiva. La inmersión en el mundo virtual ha propiciado una especie de “migración digital”, es decir, un distanciamiento de la familia, de los valores culturales y religiosos, que lleva a muchas personas a un mundo de soledad y de autoinvención, hasta experimentar así una falta de raíces, aunque permanezcan físicamente en el mismo lugar.
    La vida nueva y desbordante de los jóvenes, que empuja y busca autoafirmar la propia personalidad, se enfrenta hoy a un desafío nuevo: interactuar con un mundo real y virtual en el que se adentran solos como en un continente global desconocido. Los jóvenes de hoy son los primeros en hacer esta síntesis en lo personal, lo propio de cada cultura y lo global. Pero esto requiere que logren pasar del contacto virtual a una buena y sana comunicación.
    El trabajo de los pastores ha cambiado radicalmente. Los procesos de fe requieren vincular afectivamente los espacios reales con los digitales, se complementan en cada persona, pero también en la identidad de grupo y en la manera de expresarse.
    Es posible que para esto no tengamos que seguir las modas, que debamos ser contraculturales. Urge hacer de nuestra presencia en las redes sociales algo significativo y relevante y no dejarnos llevar.
    Pero para poder contar es necesario también saber escuchar y atender al otro.
    Tenemos que aceptar que toda la sabiduría que necesitamos para la vida no puede encerrarse en los límites que imponen los actuales recursos de comunicación.
    Como cristianos estamos llamados a la conversión, a ser ciudadanos críticos e inteligentes. Estamos llamados a crear, preservar y cuidar espacios de proximidad afectiva.
    Por todo ello, hoy Internet es una inmensa ventaja para la evangelización y abre grandes posibilidades. Pero a la vez es esencial no perder el lado profundamente humano y de cercanía personal que siempre debe acompañar a toda acción misionera.